lunes, 11 de abril de 2011

el shutdown que no fue




Vamos a extrañarlos. Cuando los Estados Unidos culminen su etapa de decadencia, mientras que nos aburrimos con las monótonas noticias chinas o tratamos de no dormirnos con las películas indias, nos acordaremos con nostalgia de aquél imperio yankee que tenía la virtud de todo hacerlo entretenido.

Sin ir más lejos, nuestra discusión por el presupuesto fue bastante chota, sólo le puso algo de condimento Carrió con sus denuncias, y ni con eso levantamos. Por lo demás, era complicado cuando en verdad no estaba nada en juego. Pasó lo peor que podía pasar, es decir, no pasó nada: se prolongó el presupuesto 2010 y a otra cosa mariposa.

Los gringos no, son expertos en hacer de la política un escenario dramático: un contador que indica las horas acuciantes que faltan para que expire la última Continuing Resolution (CR), dos titanes enfrentándose en la mesa de negociación, un presidente que permanece fijo en el papel de suprapartidario que ha ensayado desde su derrota electoral, y el shutdown del gobierno federal a punto de concretarse.

El final, digno de una película de suspenso, fue el acuerdo alcanzado a una hora de que el reloj llegara a cero y el gobierno federal se viera obligado a cerrar. Harry Reid (líder de la mayoría demócrata en el Senado) y John Boehner (republicano presidente de la House of Representatives, la Cámara de Diputados norteamericana), los dos titanes en cuestión, presentaban el acuerdo que da una semana más de tiempo para terminar de cerrar un nuevo presupuesto, que incluirá recortes por más de 38 mil millones de dólares, monto bastante superior de lo que proyectaba en principio Obama. En contrapartida, los dems evitaron los “riders” (adiciones que se le agregan a una ley sólo para hacerla políticamente viable, que a veces no tienen nada que ver con el tema a legislar) que quería contrabandear el GOP, en especial el referido a la eliminación del financiamiento a programas de planificación familiar que incluyen técnicas abortivas. Según el discurso demócrata, se trató de preservar la direccionalidad política del gobierno, cediendo en la cantidad de recursos para ejecutarla.

Pero el que verdaderamente terminó festejando en todo este entuerto fue Boehner. El líder republicano salió airoso de su primera prueba de fuego cómo conductor de la oposición legislativa, para envidia de nuestro Grupo A autóctono.  La  silla eléctrica en la que se sentó cuando fue nombrado Speaker of the House después del desastre electoral de Obama el año pasado, colocó a Boehner en una posición tan clave como problemática. Se trata, nada más y nada menos, de gestionar el poder de bloquear al gobierno.

Con el fantasma de Newt Gingrich (aquél Speaker of the House que, en la misma situación, se quiso hacer el duro y obligó a Clinton a declarar el shutdown más largo de la historia norteamericana, que significó también la dilapidación del capital electoral republicano) soplándole la nuca, Boehner se animó a tensar la cuerda y a jugarse su carrera política en una apuesta en la que corría el riesgo de quedar como un pusilánime frente a su base conservadora, o como un fundamentalista frente a los moderados e independientes. Logró evitar ambas: quebró al intransigente Tea Party, consiguiendo que una parte le pidiera casi por favor que arreglara, y eludió con soltura la estrategia demócrata de hacerlo quedar como un radical que por su fanatismo contra el aborto podía ser capaz de poner en peligro la lenta salida de la recesión. Cedió en lo que tenía que ceder y se ubicó en el lugar que más le convenía ocupar, poniéndose al frente de una demanda ideológicamente transversal (la reducción del déficit) y no como referente de la causa antiabortista que, aunque muy cara para el ideal republicano, no deja ser sectorial. “Es la economía, estúpido” pareció decir Boehner, mientras que presentaba el acuerdo y saboreaba las mieles de quien ha pasado la primera prueba de un desafío que puede mandarlo al ostracismo tanto como proyectarlo a la Casa Blanca.

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